jueves, 19 de junio de 2014

Palabras con CH

A él, un morocho tan canchero, que con un choripán en la cancha de Chacarita o en chinelas echado en el colchón estaba chocho; justo a él, tenían que enchufarle un chisme. La cháchara la había empezado la chusma de la Pocha, esa chancha cholula, chueca y chicata. Mientras luchaba con el puchero sobre las chispas, entre cacharros chamuscados, choclos, churrascos, cucharas y cuchillos, había chillado que él era un chorro y un chanta. Como chaparrón se escuchó el chimento bajo cada techo. Su honor gauchesco estaba manchado y como buen macho, no podía achicarse ante tremendo fantoche. Pero tampoco podía cachetear a troche y moche... Rechinando como chicharra se marchó, chinchudo por la desfachatez, a buscar revancha.

Llegó a la casucha y chistó, con el pecho henchido, planchándose la pilcha con sus anchas manos. Doña Pocha escuchó el berrinche, chasqueando chicle. Fresca como lechuga chamuyó: “Pero si Usté no es el Cacho del que yo he dicho, el otro es más chiquito, rechoncho y cochambroso. No tiene tanta facha de churro”. Achinó sus ojos azabaches de cochina, ensanchando las pestañas como brochas. “¿No gusta charlar un rato, pachanguear con Los Chalchaleros o Los Charros, jugar un chinchón?, siguió, empachada con el capricho, acolchando el echarpe. El choque lo pinchó, lo enchastró, le dio chuchos. Tenía que despacharse sin derroche, aprovechando que un pichicho feúcho les chumbaba desde la cucha. “Chau… Che… Que me acecha la noche y es la fecha de la chaucha”, chapuceó. Estrechó el trecho por Cochabamba y Echeverría, entre cachivaches, afiches, coches y choferes. Abochornado por el chasco pensó, mientras el pucho se le achicaba, “si me ficharon con este bicho los muchachos de la hinchada más que de chorro, la chapa, va a ser de atrapa-cucarachas”.

Consigna: Escribir un texto con predominio de palabras con CH (2003)

Esdrújulas

Habían sido incómodos depósitos de imágenes móviles; túneles nostálgicos de los que acumulan súplicas inútiles, catástrofes pálidas, escrúpulos lánguidos. Fueron transformándose en cántaros vírgenes repletos de espíritus nómades tan cálidos como frágiles. Como cárceles tétricas o cráteres escuálidos, las épocas y el éxito los hicieron náufragos. Nosotros pasábamos rápido, próximos pero no intérpretes; mínima brújula estática, apenas, a veces hermética. Los llamábamos utópicos.

Cuando ellos, súbitos; ya cínicos y ásperos, fueron convirtiéndose en género, amándose espontáneos, alejándose del título de víctimas; sus códigos fueron hábitos. Hábitos indóciles, anárquicos, autónomos; pájaros anónimos anunciándonos místicas pretéritas. Débiles y frívolos contemplábamos con descrédito su poco lógica y armónica fórmula. Asustándonos de todo lo incorpóreo, patéticos, escépticos para entender lo heterogéneo, dejamos que un período mísero fuera enterrándonos en cerámicas insípidas y mástiles lúgubres. Fuimos múltiples cadáveres pútridos, y minúsculas córneas.

Como héroes, sus vástagos crecieron sin cólera, recíprocos y diáfanos y lúcidos; llenándonos los cráneos fósiles de vísceras vivas, reviviéndonos los órganos: el estómago, el hígado, los músculos, las vértebras; con su metáfora de música. Subterráneos; acurrucados en fértiles úteros cóncavos (antes áridos y estériles), cubiertos de líquidos sanguíneos; sentimos nítido cómo iba absorbiéndonos, otra vez, el océano de oxígeno.

Consigna: Escribir un texto con predominio de palabras esdrújulas (2003).

Metáfora

La mañana de su aniversario la tía Gorda decretó, a los gritos y en camisón, que por aguantar a su marido treinta y cinco años era una Santa. Y si era una Santa se merecía, lo menos, una de esas fiestas donde se tira la casa por la ventana. Como nadie la contradice nunca empezó a llamar a parientes y conocidos.

Al domingo siguiente nos juntamos a las doce. Somos una familia muy solidaria y unida asi que de a poco cada uno fue abocándose al rubro que mejor conocía: las primas al ropero, las tías a la cocina, Enrique a la instalación eléctrica: “porque es tan preparado”. Mi tía lloraba de la emoción mientras le dedicaba el vuelo interventanal de cada una de las sillas de algarrobo a los hijos (las gastadas de cuerina marrón se las dedicó a las nueras). Lo que nadie había calculado era el tamaño de algunos muebles, y sobre todo del lavarropas y la heladera; pero por suerte el tío Roberto encontró una solución rápido, un poco porque odiaba los muebles rococó que su mujer elegía y otro poco para no quedar como un inútil, como casi siempre. Al rato tuvimos otro inconveniente, tampoco previsto. Parece que el ruido de la sierra eléctrica despierta a los vecinos de su siesta dominical, que se enojan bastante y que amenazan con llamar a la 43. Igual al final se cansan de llamar a la comisaría y que no los atiendan y se van solos.

Ya casi oscurecía cuando terminamos de arrojar por el ventanal absolutamente todos los objetos móviles, y algunos se empezaron a ir. Los demás seguíamos bastante divertidos pero ya estábamos agotados: en el jardín de adelante se levantaba una gigante mole amorfa. El problema era que la tía Gorda no estaba contenta ni conforme para nada. “(…) Que las tejas, los azulejos, los caños, las rejas, el parquét. Que traigan mazas para ir tirando las paredes abajo. Que cómo hacemos para tirar la ventana por la ventana, que también es parte de la casa, ¿no? (…)”. La voz chillona hacía eco en el comedor vacío. 
Estaba oscuro ya y mi tío comentó que eran demasiadas emociones juntas para ella, pobre. Entonces, como somos muy solidarios, mi abuela se le acercó con un té de tilo y un frasquito. Aprovechando la ocasión nos empezamos a ir despacio, para que no se diera cuenta, comentando el despilfarro que había sido la fiesta y la poca necesidad de andar gastando tanto en tiempos como éstos.

Consigna: Escribir un texto tomando textualmente una metáfora de la vida cotidiana. (2003)

Gutiérrez

El zumbido estridente de una mosca aturdió a Gutiérrez. Se despertó irritado, prendiendo las luces. Sentado en la cama, los cinco sentidos en alerta, intentó ubicar al alborotador insecto. Ensayó no respirar, para escuchar mejor, pero sólo conseguió acelerar su ritmo cardíaco, el cual acabó transformado en enormes estampidos dentro de su pecho. Viendo las terribles consecuencias trató de tranquilizarse, a pesar de que la mosca no aparecía por ningún lado. Entonces pensó si no habría sido un sueño: de todas maneras iba a permanecer despierto, de serlo, el aterrador sonido podría volver a aparecérsele en una pesadilla. Por las dudas pasó la noche sin dormir, anestesiado con sus fantasías de silentes lugares perfectos y herméticos. A la madrugada decidió levantarse. Caminó con sigilo sobre el acolchado esponjoso y suave del piso, que cubría también las paredes y el techo de su dos ambientes. Se preparó una sopa liviana: los alimentos sólidos pueden llegar a ser, muy a menudo, atormentadoramente ruidosos. Después se vistió con sus dedos arrugados y huesudos, precavidamente se colocó tapones en los oídos, y cruzó las tres puertas que lo resguardaban del siniestro estrépito de la calle.
Deslizándose muy despacio por la vereda estuvo un poco más seguro, ninguna onda sonora lograba escurrirse a sus tímpanos. En la esquina se cruzó con José y la envidia lo dominó, dichoso de él que estaba sordo como una tapia. En realidad casi todos los viejos de su edad lo estaban, pero él conservaba la audición intacta, como si el poco uso en vez de atrofiarla la hubiese agudizado. Recordó que José antes lo visitaba. Quizás ya no lo hacía más por la falta de timbre, o quizás por aquella vez en que su mujer les interrumpió el juego de dominó e intentó amordazarla; quién sabe. Igualmente no le interesaba tener amigos, todos terminaban siendo fastidiosos y perturbándolo con sus inagotables voces ensordecedoras. Se detuvo frente a la veterinaria. La visión de las mascotas lo trasladó al recuerdo de su hija, quien tenía un pez, al menos hasta la última vez en que él la había visto. Antes de tornarse demasiado bulliciosa había sido una buena chica, lástima que él era un hombre mayor que necesitaba paz y silencio. Prefería estar solo; la gente en general gusta de emanar chillidos y crujidos constantemente. Por estos y otros motivos incuestionablemente razonables había desterrado de su casa todos los horrendos aparatos que resuenan. Cerró los ojos para no pensar en el chirrido que debía estar produciendo en ese momento la puerta al abrirse y entró al comercio con paso de pluma. Recorrió con la vista el lugar y se paró frente a una de las peceras, señalando algo con la mano derecha y extendiendo cuatro dedos con la izquierda. Al volver al edificio pasó por delante del encargado como una sombra, encorvado y esquelético, cauteloso hasta la exasperación, cargando una caja de cartón bastante grande. Dentro del cubo acústico de su hogar se sintió apenas más a salvo, destapó la caja y se alejó, vigilante. Diecicéis pares de patas se aventuraron fuera del recipiente, trepando a las paredes de almohadón y comenzando a tejer, rápidas, enormes telas en el techo. Gutiérrez estaba incluso feliz; ningún método más eficaz, libre de personas y callado para librarse de insectos atronadores. Se sentó a observar.

Pasaron cuatro días y ningún vecino recibió, como usualmente, las cotidianas notas amenazantes del viejo Gutiérrez con respecto a los “escándalos inhumanos” a las que ya estaban acostumbrados. Se sorprendieron tanto que terminaron por asustarse y llamar al encargado. Sin duda algo le había pasado. La llave maestra giró en la cerradura y más de diez personas, temiendo lo peor, entraron en el refugio de algodón con pisadas vacilantes. No terminaban de cruzar el marco de la puerta cuando divisaron a las cuatro descomunales arañas que viajaban serenamente por el cuerpo del viejo.

En sus oídos tronaron miles de silbidos perturbadores. Desesperado, se encontró rodeado de estrepitosas e infernales máquinas que parpadeaban y vociferantes personas que no dejaban de emitir todo tipo de sonidos enloquecedores, bramando como miles de leones roncos. Un espantoso sujeto que se autoproclamó médico le dijo que la picadura de la araña no es casi nunca letal, que iba a permanecer en observación cuatro días, que se calmara. No se calmó nada, menos cuando esas inquietantes mujeres quisieron alimentarlo con crujientes galletas. Su conmoción siguió aumentando, sin que nadie entendiera el motivo de disgusto y alteración del viejo mudo. Asombrosamente al día siquiente lo trasladaron a una habitación ideal, bastante parecida a su departamento sólo que en menor escala. Mullida, solitaria, quieta, insonora. Su angustia cedió un poco y se acomodó, más sosegado. Por una ventanita apareció una taza humeante. Mucho mejor. Llegó a pensar que su ingrata hija, por fin, lo había comprendido y lo estaba obsequiando con una estadía en el mejor spa del mundo. Algo le oprimió un poco el pecho, todavía no estaba acostumbrado a la seguridad. Se hundió en sus reflexiones cerrando los ojos, casi relajado. A los pocos segundos los volvió a abrir, arrebatado por completo. Lejanos penetrantes murmullos se colaban insolentemente en sus pensamientos. Quiso gritarles, indignado, pero lo voz se le había ahogado en algún océano del cuerpo. Entonces golpeó la taza de lata con la cuchara, a expensas del pavor que eso significaba, para descubrir, más que horrorizado, que, finalmente, se había quedado sordo.

(2003)

Indignación

Ahora llego y le digo. Algo le tengo que decir. Capaz no es para tanto... Pero hoy es un par de zapatos y mañana es un pantalón o un saco nuevo. ¡O una campera de cuero! Y acá el que se mata trabajando soy yo. Sí, definitivamente se lo tengo que decir. Es que me da bronca, yo en la oficina ochocientas horas y ella tirada en el sofá todo el día. Y me la tengo que bancar, porque yo elegí que sea así, es mi culpa en el fondo. ¡Si al menos fuera más tranquila sería otra cosa! Pero es demandante, nunca nada alcanza. La verdad que estoy cansado de esto. ¿Qué soy, el imbécil que trabaja? ¿Me vio la cara? ¡Harto estoy! Todo el día frente a una computadora, solucionándole la vida a medio mundo, sacando las papas del fuego, ayudando a mi jefe a quedar siempre bien... Todo para que la señorita disfrute de un vida de lujos. Al final siempre salgo perdiendo, porque me agarra cansado y no le digo nada. Y así pasan los días, las semanas, ¡la vida! ¡La vida se me pasa! Querida, ¿quién te lleva de paseo siempre que puede? ¿O no la llevé a la playa este verano? Perdón que no sea Cancún... Yo hago lo que puedo, soy un simple empleado. A veces siento que no me valora, que todo lo que hago es lo mismo que nada. Hoy mismo aclaramos esto. ¡Me podré dejar pisotear por mi jefe pero esto ya es mucho! Ahora me va a escuchar. Abro la puerta y se lo digo. Ni dejo que me salude.
-No, Laika, dejá de mover la cola. Tenemos que hablar muy seriamente sobre el par de zapatos que te comiste ayer.

miércoles, 18 de junio de 2014

Eugenio

Eugenio es un excelente hombre. Con presencia y estilo. Hasta se peina siete veces al día. Algunos dirían que es un poco obsesivo, yo no me canso de decir que es coqueto. Apenas si tiene algunos pelos en la parte de atrás de la cabeza., pero es que él es tan meticuloso... Limpio y detallista.

Eugenio es, ante todo, una buena persona. Sí, Marta. Una buena persona. Todos los domingos me ayuda con la depilación, a veces reza, casi siempre da el asiento en el colectivo (como yo le enseñé). Y es un gran trabajador. De lunes a viernes se pone su camisa planchada con apresto, se toma el subte y llega puntualmente a la oficina. Siempre es el primero. Es por eso que sus compañeros de oficina lo odian. Envidia pura. En-vi-dia. Ya quisieran ellos tener esas camisas planchadas a la perfección. Porque Eugenito siempre fue a todos lados vestido como un señorito. Chaleco combinado con el pantalón, zapatos lustrados, raya al medio. A los cumpleaños iba tan bien vestido que al final no jugaba, ¡para no ensuciarse! Es que él es tan respetuoso. Sobre todo porque sabía que era yo la que -si no- después se deslomaba lavando ropa.

Cuando creció, lo mismo. A la facultad siempre de punta en blanco. Tan buen mozo iba que las chicas no le hablaban. No estaban acostumbradas a un hombre con todas las letras. Además a Eugenio si hay algo que le sobra es respeto por las mujeres. Eso lo aprendió de mí, claro. La educación es lo más importante, Eugenio, grabátelo en esa cabecita de chorlito, ¿querés? Así le decía. ¡Y vieras cómo aprendió! La mano dura en esto de criar chicos es lo mejor. ¿O no dicen siempre que es mejor un cachetazo a tiempo que lamentarse luego? Apenas Eugenito se hacía el vivo, contestaba, miraba raro, repetía groserías o decía cosas inadecuadas (y los chicos no paran de repetir porquerías que oyen por ahí)... ¡Paff! Ya me vas a entender cuando tengas hijos, le decía yo. Bueno, hijos finalmente nunca tuvo. Pero que me entendió, me entendió.

Ahora es un hombre de bien, una persona hecha y derecha. Un orgullo para la familia. Es cierto que a veces anda tristón. Sí, es de deprimirse como se dice ahora. Eso seguro lo heredó del padre, que era (dios lo tenga en la gloria) medio idiota. Digo medio porque no quiero ofender a los muertos. Juan Carlos (que en paz descanse) nunca tuvo carácter. Dejalo al Euge, tiene que hacer cosas de chico. Que se ensucie, que se suba al árbol, que acaricie a ese perro sarnoso todo mugriento de la calle. Total, la que después lo tenía que socorrer era yo. Como madre vos me sabrás entender. ¡Si habré sufrido por sus rodillas lastimadas! Cada gota de Pervinox derramada era un mar de lágrimas para mí. Pero Juan Carlos insistía. Rosa, dejalo. Rosa, no le grites. Rosa, no es para tanto un vaso roto. Si hubiera sido por su padre Eugenito hoy sería guerrillero. O peor, un loquito de esos que ven ovnis.

¿Y el día que se puso de novio? Casi me muero. Si hubiera sido por su padre, que la trataba tan bien, esa chica todavía estaría acá. Pero yo las conozco a esas chiquitas, todas sonrisas, todas modales y apenas pueden te clavan el puñal por la espalda. Él era demasiado bueno para conformarse con la primera que pasaba. Por eso le aconsejé lo mejor y la dejó. Apostó a su carrera, como debe ser. ¡Juan Carlos se puso tan triste! Rosa, dejalo ser, está enamorado, es una chica buena y estudiosa. Por suerte yo jamás lo escuché. Juan Carlos era muy blando. Y gracias a que yo le inculqué a Eugenio moral y valores fue que terminó siendo el gran hombre que es hoy. Contador, jefe, honesto. Una figura de referencia para sus empleados. A veces viene todo enojado porque encuentra cargadas en su escritorio. Como esa hoja que decía no sé qué pavada que le pegaron en la silla. Sigo sin entender cuál era la gracia, pero seguro fue un error. ¡Si Eugenio es un líder ejemplar! De esos jefes que dejan un legado y enseñan el camino a sus inferiores. Cuando tiene que decir no, es no. Aunque tiene sus debilidades y más de una vez le dio el día libre a alguna chica linda. Y bueno, es hombre. A una tal Carla (una rapidita de aquellas) ya se le murió el abuelo como cinco veces. Yo le digo: Eugenio, date cuenta, te pasan por arriba tus empleados. Sergio Ávila se enferma cada vez que juega Boca. La otra, Patricia (otra ligera), llega todos los días a las 10 y se pone a tomar mate. Tenés suerte si en toda la mañana te atiende dos veces el teléfono. El muchacho de pago a proveedores está todo el santo día ticki ticki ticki con la computadora, mandándole mensajitos a la novia (como buen pollerudo que es). Menos mal que me tiene a mí que lo avivo un poco y que soy una persona tranquila y abierta de mente. No es fácil guiar un grupo humano como ese, tan diverso. Son chicos buenos... A ver, un poco lentos. Les cuesta. Capaz tendría que pedirle a otra persona que le tome a los empleados, eso es cosa de recursos humanos y no de contadores, es eso.

Y no sólo Eugenio es un profesional admirable sino que, además, es un caballero, como dios manda. Educado, colaborador, honesto. Gana poquísimo en esa empresita pero sería incapaz de irse porque está comprometido. Él quiere verla triunfar. Esos son valores que ya no se ven en esta época, Marta. Igual siempre le digo que lo están estafando, que se aprovechan. ¡Eugenio pedí un aumento! Trabajás hasta los feriados y tu secretaria Carolina veranea en el Caribe mientras nosotros nos vamos a San Clemente con la plata de MI pensión.

Bueno, pero me fui de tema. La cosa es que Eugenio es un hombre de bien. Es tan pero tan buen jefe que los viernes se queda hasta tarde para que todos se vayan antes. ¿Podés creer? ¿No serás demasiado permisivo? Le digo. No, así los empleados trabajan más contentos, mamá. Está bien, yo seré una vieja anticuada. La semana pasada, para mi gusto, se pasaron de la raya. Le dejaron una pila de trabajo y se fueron todos a almorzar a la vuelta. ¿Te pensás que alguno volvió? Se habrán tomado un cajón de cerveza y se durmieron la mona. Es que se le ríen en la cara. Le tomaron el tiempo ya. ¿Te acordás que Eugenio de chico no se integraba a los otros chicos? Tenía que ir y darle un sopapo adelante de todos y obligarlo. ¡Qué chico opa! Ahora no puedo, pero qué bien le vendría un empujoncito extra. A ver si se pone los pantalones de una vez en esa oficina.

Pero, como te decía, Eugenio es una persona especial. De esa gente que hace la diferencia en este mundo. Fijate que hace algunas noches que no me deja cocinar, me pide que me vaya a la cama a descansar y ver la novela y después, tipo 9, me trae la comida a la cama. ¿No es un sol?

Justo recién, como agradecimiento, me puse a ordenarle las cosas del trabajo. Es que estaba aburrida, como no me deja cocinar... ¿viste? Le acomodé la plata en la billetera, le guardé las planillas en una carpetita, le tiré los papeles de golosinas (qué cantidad de basuras que come en el trabajo y yo cocinando sin aceite por el colesterol). Y ordenando, sin querer, por supuesto, veo un frasquito de vidrio que dice TOXIC y un montón de palabras en inglés. Estaba escondido en un bolsillito. El frasco es como un gotero. Entonces escucho que Eugenio viene a la habitación, dejo todo y le aviso que le estuve acomodando. Se enojó bastante. La cosa es que se llevó el maletín y me dijo que me quede acá, que ahora me trae la comida. Muy serio.

Estoy preocupada, ¿para qué tendrá ese frasco en el maletín, Marta? ¿O soy yo que vi ese programa de CSI y me quedé sugestionada? Cuando escuches el mensaje, llamame. ¿Qué vamos a hacer con Eugenio, Marta?