jueves, 19 de junio de 2014

Gutiérrez

El zumbido estridente de una mosca aturdió a Gutiérrez. Se despertó irritado, prendiendo las luces. Sentado en la cama, los cinco sentidos en alerta, intentó ubicar al alborotador insecto. Ensayó no respirar, para escuchar mejor, pero sólo conseguió acelerar su ritmo cardíaco, el cual acabó transformado en enormes estampidos dentro de su pecho. Viendo las terribles consecuencias trató de tranquilizarse, a pesar de que la mosca no aparecía por ningún lado. Entonces pensó si no habría sido un sueño: de todas maneras iba a permanecer despierto, de serlo, el aterrador sonido podría volver a aparecérsele en una pesadilla. Por las dudas pasó la noche sin dormir, anestesiado con sus fantasías de silentes lugares perfectos y herméticos. A la madrugada decidió levantarse. Caminó con sigilo sobre el acolchado esponjoso y suave del piso, que cubría también las paredes y el techo de su dos ambientes. Se preparó una sopa liviana: los alimentos sólidos pueden llegar a ser, muy a menudo, atormentadoramente ruidosos. Después se vistió con sus dedos arrugados y huesudos, precavidamente se colocó tapones en los oídos, y cruzó las tres puertas que lo resguardaban del siniestro estrépito de la calle.
Deslizándose muy despacio por la vereda estuvo un poco más seguro, ninguna onda sonora lograba escurrirse a sus tímpanos. En la esquina se cruzó con José y la envidia lo dominó, dichoso de él que estaba sordo como una tapia. En realidad casi todos los viejos de su edad lo estaban, pero él conservaba la audición intacta, como si el poco uso en vez de atrofiarla la hubiese agudizado. Recordó que José antes lo visitaba. Quizás ya no lo hacía más por la falta de timbre, o quizás por aquella vez en que su mujer les interrumpió el juego de dominó e intentó amordazarla; quién sabe. Igualmente no le interesaba tener amigos, todos terminaban siendo fastidiosos y perturbándolo con sus inagotables voces ensordecedoras. Se detuvo frente a la veterinaria. La visión de las mascotas lo trasladó al recuerdo de su hija, quien tenía un pez, al menos hasta la última vez en que él la había visto. Antes de tornarse demasiado bulliciosa había sido una buena chica, lástima que él era un hombre mayor que necesitaba paz y silencio. Prefería estar solo; la gente en general gusta de emanar chillidos y crujidos constantemente. Por estos y otros motivos incuestionablemente razonables había desterrado de su casa todos los horrendos aparatos que resuenan. Cerró los ojos para no pensar en el chirrido que debía estar produciendo en ese momento la puerta al abrirse y entró al comercio con paso de pluma. Recorrió con la vista el lugar y se paró frente a una de las peceras, señalando algo con la mano derecha y extendiendo cuatro dedos con la izquierda. Al volver al edificio pasó por delante del encargado como una sombra, encorvado y esquelético, cauteloso hasta la exasperación, cargando una caja de cartón bastante grande. Dentro del cubo acústico de su hogar se sintió apenas más a salvo, destapó la caja y se alejó, vigilante. Diecicéis pares de patas se aventuraron fuera del recipiente, trepando a las paredes de almohadón y comenzando a tejer, rápidas, enormes telas en el techo. Gutiérrez estaba incluso feliz; ningún método más eficaz, libre de personas y callado para librarse de insectos atronadores. Se sentó a observar.

Pasaron cuatro días y ningún vecino recibió, como usualmente, las cotidianas notas amenazantes del viejo Gutiérrez con respecto a los “escándalos inhumanos” a las que ya estaban acostumbrados. Se sorprendieron tanto que terminaron por asustarse y llamar al encargado. Sin duda algo le había pasado. La llave maestra giró en la cerradura y más de diez personas, temiendo lo peor, entraron en el refugio de algodón con pisadas vacilantes. No terminaban de cruzar el marco de la puerta cuando divisaron a las cuatro descomunales arañas que viajaban serenamente por el cuerpo del viejo.

En sus oídos tronaron miles de silbidos perturbadores. Desesperado, se encontró rodeado de estrepitosas e infernales máquinas que parpadeaban y vociferantes personas que no dejaban de emitir todo tipo de sonidos enloquecedores, bramando como miles de leones roncos. Un espantoso sujeto que se autoproclamó médico le dijo que la picadura de la araña no es casi nunca letal, que iba a permanecer en observación cuatro días, que se calmara. No se calmó nada, menos cuando esas inquietantes mujeres quisieron alimentarlo con crujientes galletas. Su conmoción siguió aumentando, sin que nadie entendiera el motivo de disgusto y alteración del viejo mudo. Asombrosamente al día siquiente lo trasladaron a una habitación ideal, bastante parecida a su departamento sólo que en menor escala. Mullida, solitaria, quieta, insonora. Su angustia cedió un poco y se acomodó, más sosegado. Por una ventanita apareció una taza humeante. Mucho mejor. Llegó a pensar que su ingrata hija, por fin, lo había comprendido y lo estaba obsequiando con una estadía en el mejor spa del mundo. Algo le oprimió un poco el pecho, todavía no estaba acostumbrado a la seguridad. Se hundió en sus reflexiones cerrando los ojos, casi relajado. A los pocos segundos los volvió a abrir, arrebatado por completo. Lejanos penetrantes murmullos se colaban insolentemente en sus pensamientos. Quiso gritarles, indignado, pero lo voz se le había ahogado en algún océano del cuerpo. Entonces golpeó la taza de lata con la cuchara, a expensas del pavor que eso significaba, para descubrir, más que horrorizado, que, finalmente, se había quedado sordo.

(2003)

No hay comentarios:

Publicar un comentario